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jueves, 7 de junio de 2007

Fragmento de "Los idus de marzo", de Thornton Wilder

Los idus de marzo, escrita en 1948 por el novelista y dramaturgo estadounidense Thornton Wilder (1897-1975), es un libro que me inspira una actitud ambivalente. Por un lado, el autor se toma demasiadas licencias para mi gusto con la Historia (sería demasiado largo enumerarlas). Por el otro, como novela es muy entretenida, profunda e ingeniosa. Está configurada como una serie de documentos -ficticios, por supuesto- escritos por varios personajes más o menos importantes en el período previo al asesinato de Cayo Julio César en el 44 a. de JC.
Este "documento" es de una carta del propio César a su amigo íntimo (no sé si es un personaje real o inventado) Lucio Mamilio Turrino, un hombre que, tras ser capturado y brutalmente torturado por los bárbaros en la Galia, se recluye en su villa en Capri. En sus misivas a Turrino, el dictador expone sus pensamientos y sentimientos más profundos.

Anoche, mi noble amigo, hice algo que no he hecho en muchos años: escribí un edicto; lo volví a leer; y lo hice pedazos. Soy culpable, pues, de una incertidumbre.
En estos últimos días he estado recibiendo informes absurdos y sin precedentes de los destripadores de aves y los investigadores de truenos. Por si era poco, los tribunales y el Senado han estado cerrados dos días porque a un águila se le ocurrió dejar caer una inmundicia en uno de sus vuelos sobre el Capitolio. Se me está acabando la paciencia. Por mi parte me he negado a realizar las ceremonias propiciatorias y a representar la parodia humillante del terror. Mi esposa y hasta mis sirvientes me han mirado estupefactos. Cicerón se ha dignado a prevenirme que debo transigir con las exigencias de la superstición popular.
Así, pues, anoche me senté y escribí el edicto que disolvía el Colegio de Augures y declaraba que en lo sucesivo ningún día habría de considerarse nefasto. Escribí y escribí explicando a mi pueblo los motivos de mi resolución. ¿Cuándo he sido más feliz? ¿Qué puede procurarnos mayor placer que la práctica de la honestidad? Mientras escribía, huían las constelaciones frente a mi ventana. Ya disolvía en mi pensamiento el Colegio de Vírgenes Vestales y desposaba a las hijas de nuestras principales familias, para que a su vez dieran hijos a Roma. Ya cerraba las puertas de los templos -de todos nuestros templos, con excepción de los de Júpiter- y precipitaba a los dioses a ese abismo de miedo y de ignorancia del cual surgieron, y a ese traicionero semimundo donde inventa la fantasía sus mentiras consoladoras. Hasta que llegó un momento en que hube de hacer a un lado todo lo escrito y volver a empezar. Y esta vez empezaba con el anuncio previo de que Júpiter no había existido nunca; de que el hombre está solo en un mundo donde no resuena otra voz que la suya: en un mundo que no es ni benigno ni hostil, sino sólo como él sepa hacerlo.
Pero, tras releer lo que había escrito, lo destruí.
Y lo hice, no por las razones de Cicerón; no porque la falta de una religión oficial pueda llevar la superstición a formas clandestinas y todavía más bajas (cosa que ya está sucediendo); no porque una medida tan extrema fuese a quebrantar el orden social, sumiendo al pueblo en la desesperación y en el espanto, como a un rebaño en medio de una tormenta de nieve. En cierta clase de reformas, las perturbaciones causadas por un cambio gradual son casi tan graves como las que provoca una alteración drástica. No, no fueron las posibles repercusiones del movimiento las que detuvieron mi voluntad y mi mano: fue una causa interior y totalmente mía.
En el fondo no estaba seguro de estar seguro.
¿Acaso sé con certidumbre que no hay una inteligencia que trasciende nuestras vidas, y que no existe misterio alguno en el Universo? Creo saberlo. ¡Qué felicidad, qué alivio tan grande sería poder declararlo así, con una convicción absoluta! En tal caso, hasta podría desear vivir eternamente. ¡Qué terrible y glorioso sería el destino del hombre si, carente de toda orientación y consuelo, se viera obligado a crear con la sustancia de sus entrañas el sentido de su existencia y a establecer las normas que rigieran su vida!
Tu y yo decidimos, hace tiempo, que los dioses no existen.
¿Recuerdas el día en que nos pusimos de acuerdo definitivamente sobre este punto y resolvimos explorar todas sus consecuencias, sentados en un acantilado en Creta, arrojando guijarros al mar y contando delfines? Hicimos entonces el voto de no permitir jamás que nuestras mentes dieran cabida a ninguna duda sobre este asunto. ¡Con qué infantil ligereza llegamos a la conclusión de que el alma se extingue con la muerte!
(La lengua inglesa no puede reproducir la fuerza de esta frase en el latín de César, cuya cadencia misma expresa la amargura del renunciamiento y del dolor. El destinatario de ésta carta debió comprender que César se refería aquí a la muerte de su hija Julia, esposa de Pompeyo, cuya pérdida fue la más terrible de su vida. Mamilio Turrino estaba con él cuando la noticia de esta muerte llegó a los cuarteles de César en Gran Bretaña.)
Yo no creía haber abjurado de todo el rigor de tales aseveraciones. Sin embargo, sólo hay un camino para saber lo que uno en realidad sabe, y ese camino es arriesgar, en un acto, las propias convicciones comprometiéndolas en una responsabilidad. Mientras elaboraba anoche el edicto, y al prever las consecuencias que acarrearía, me vi obligado, pues, a analizarme más estrictamente. Yo las afrontaría alegremente, persuadido de que la verdad no puede sino vigorizar al mundo y a todos cuantos lo habitan, con sólo tener la seguridad de estar seguro.
Pero una última vacilación detiene mi mano.
Debo cerciorarme de que ningún rincón de mi ser alienta, inadvertido, la sospecha de que pueda existir dentro del Universo, y más allá de él, una inteligencia que influye sobre la nuestra y condiciona nuestros actos. Porque si reconozco la posibilidad de este misterio, todos los otros vuelven a ser posibles; existen los dioses que nos han enseñado lo que es bueno, y que nos están mirando; existen las almas que ellos nos infundieron al nacer y que sobrevivirán a nuestra muerte, existen los castigos y las recompensas que dan sentido a nuestras acciones más insignificantes.
Sí, amigo mío: la vacilación es cosa insólita en mí, y sin embargo, en este momento vacilo. Bien sabes qué poco dado soy a la reflexión. Sean cuales fueren los juicios a que arribo, llego a ellos no sé cómo, pero instantáneamente. No soy amigo de la especulación, y desde la edad de 16 años he visto a la filosofía con impaciencia, como a un ejercicio intelectual atrayente pero estéril: cómoda evasión de los deberes que el vivir impone.
En cuatro dominios me parece advertir hoy, tanto en mi propia vida como en la vida que me rodea, la posibilidad del misterio.
Está en primer término el dominio erótico. ¿No habremos simplificado en demasía la explicación de todos estos fuegos que pueblan el mundo? Tal vez Lucrecio tenga razón, después de todo, y nuestro frívolo mundo no la tenga. Acaso en el fondo haya sabido yo siempre -aunque negándome a reconocerlo- que todo amor, y todos los amores, emanan de una fuente única, y hasta la inteligencia misma con que me planteo estos interrogantes, es una inteligencia despertada, alimentada e instruida por el amor, y nada más que por él.
Viene luego el dominio de la suprema poesía. La poesía es, sin duda alguna, la puerta principal por donde han entrado al mundo todas las cosas que más debilitan al hombre; en ella encuentra el consuelo fácil y las mentiras que halagan su ignorancia y su pereza. Nadie aborrece más que yo toda forma de poesía, salvo la más excelsa. Pero esta poesía sublime, ¿será simplemente la realización más alta de las aptitudes humanas o el fruto de una voz que viene de más allá del ser humano?
Debo referirme, en tercer término, a un particular instante que sobreviene en las crisis de mi enfermedad, en el cual entreveo la perspectiva de una sabiduría y de una felicidad superiores, que no debo descartar a la ligera. (Éste párrafo demuestra la ilimitada confianza que César tenía en su corresponsal, ya que habitualmente no admitía ninguna referencia a sus ataques de epilepsia.)
No he de negar, por último, que hay momentos en que mi vida entera y mis servicios a Roma me parecen estructurados por una fuerza ajena a mi propio ser. Bien podría ocurrir, amigo mío, que fuese yo el más irresponsable entre los irresponsables, y que me hubiese sido dada, tiempo atrás, la facultad de atraer sobre Roma las peores calamidades que puede sufrir un Estado, por el mero designio de una Inteligencia Superior que me habría escogido para ese objetivo, precisamente por mis flaquezas antes que por mis virtudes. Porque es cierto que yo no reflexiono, y no sería imposible que el proceso instantáneo de mi entendimiento fuese sólo la manifestación de mi daimon interior, en realidad extraño a mí, en el que hubieran encarnado los dioses el amor que tienen a Roma; de un daimon que mis soldados adoran y al que reza el pueblo todas las mañanas.
Hace unos días te escribí lleno de arrogancia. Te decía entonces que, como no buscaba la buena opinión de nadie, no me interesaba el consejo de hombre alguno. No obstante, acudo a tí en busca de consejo. Medita sobre estas cosas y prepárate para revelarme todo tu pensamiento en abril.
Yo, en tanto, seguiré observando todo lo que ocurra dentro y en torno mío, en especial el amor, el destino y la poesía. Ahora advierto que he estado planteándome estos problemas toda mi vida. Pero uno no sabe lo que sabe -ni siquiera lo que desea saber- hasta que lo desafían y se ve obligado a hacerle frente.
He aquí que ahora me desafían. Roma exige que me multiplique una vez más. Me queda poco tiempo.

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