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miércoles, 22 de noviembre de 2006

"El almohadón de plumas", de Horacio Quiroga

Este relato pertenece a Cuentos de amor, de locura y de muerte, publicado por Horacio Quiroga en 1917. Es uno de los mejores cuentos de terror que haya leído.

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante 3 meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico- Es un caso serio... poco hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja- En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós: sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

lunes, 20 de noviembre de 2006

Fragmento de "Julio César", de Shakespeare

Una de las mejores obras -aunque poco verídica- de William Shakespeare es Julio César. Cuenta la historia del asesinato del dictador Cayo Julio César, a manos de Marco Junio Bruto, Cayo Casio y otros. En esta escena, Bruto y Marco Antonio se dirigen al pueblo, inmediatamente después del magnicidio.

(Entran Bruto y Casio y una turba de ciudadanos.)
Ciudadanos: ¡Queremos que se nos dé una ex­plicación! ¡Que se nos explique!
Bruto: Pues seguidme y escuchad, amigos. Ca­sio, id a la calle contigua y dividid la multitud. Los que deseen oírme, quédense aquí. Los que deseen acompañar a Casio, vayan con él, y se expondrán públicamente las razones de la muerte de César.
Ciudadano primero: Yo quiero oír hablar a Bruto.
Ciudadano segundo: Yo, a Casio, y así comparar sus razones cuando hayamos oído separadamente a uno y otro.
(Sale Casio con algunos ciudadanos. Bruto ocupa la tribuna.)
Ciudadano tercero: ¡El noble Bruto ocupa la tribuna! ¡Silencio!
Bruto: Tened calma hasta el fin. ¡Romanos, compatriotas y amigos! Oídme defender mi causa y guardad silencio para que podáis oírme. Creedme por mi honor y respetad mi honra, a fin de que me creáis. Juzgadme con vuestra rectitud y avivad vuestros sentidos para poder juzgar mejor. Si hubiese alguno en esta asamblea que profesará entrañable amistad a César, a él le digo que el afecto de Bruto por César no era menos que el suyo. Y si entonces ese amigo preguntase por qué Bruto se alzó contra César, ésta es mi contestación: "No porque amaba a César menos, sino porque amaba más a Roma." ¿Preferiríais que César viviera y morir todos esclavos a que esté muer­to César y todos vivir libres? Porque César me apreciaba, lo lloro; porque fue afortunado, lo celebro; como valiente, lo honro; pero por ambicioso, lo maté. Lágrimas hay para su afecto, gozo para su fortu­na, honra para su valor y muerte para su ambición. ¿Quién hay aquí tan abyecto que quisiera ser esclavo? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! ¿Quién hay aquí tan estúpido que no quisiera ser ro­mano? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofen­dido! ¿Quién hay aquí tan vil que no ame a su patria? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! Aguardo una respuesta.
Todos: ¡Nadie, Bruto, nadie!
Bruto: ¡Entonces, a nadie he ofendido! ¡No he hecho con César sino lo que haríais con Bruto! Los motivos de su muerte están escritos en el Capitolio. Su gloria no se amengua, en cuanto la merecía, ni se exageran sus ofensas, por las cuales ha sufrido la muerte. (Entran Antonio y otros con el cuerpo de César.) Aquí llega su cuerpo, que doliente conduce Marco Antonio, que, aunque no tomó parte en su muerte, percibirá los beneficios de ella, o sea un pues­to en la República. ¿Quién de vosotros no obtendrá otro tanto? Con esto me despido, que, igual que he muerto a mi mejor amigo por la salvación de Roma, tengo el mismo puñal para mí propio cuando plazca a mi patria necesitar mi muerte.
Todos: ¡Viva Bruto! ¡Viva, viva!
Ciudadano primero: ¡Conduzcámoslo en triun­fo hasta su casa!
Ciudadano segundo: Erijámosle fina estatua, como a sus antepasados.
Ciudadano tercero: ¡Nombrémoslo César!
Ciudadano cuarto: ¡Lo mejor de César será co­ronado en Bruto!
Ciudadano primero: ¡Llevémoslo a su casa en­tre vítores y aclamaciones!
Bruto: ¡Compatriotas...!
Ciudadano segundo: ¡Callad! ¡Silencio! Habla Bruto.
Ciudadano primero: ¡Callad, eh!
Bruto: Queridos compatriotas, dejadme mar­char solo, y en obsequio mío, quedaos aquí con Antonio. Honrad el cadáver de César y oíd la apología de sus glorias, que, con nuestro beneplácito, pronun­ciará Antonio. ¡Os suplico que nadie, excepto yo, se aleje de aquí hasta que Antonio haya hablado!
(Sale.)
Ciudadano primero: ¡Quedémonos, eh! ¡Y oiga­mos a Marco Antonio!
Ciudadano tercero: Que suba a la tribuna pú­blica y le escucharemos. ¡Vamos, noble Antonio!
Antonio: ¡Por consideración a Bruto me veis ante vosotros!
(Sube a la tribuna.)
Ciudadano cuarto: ¿Qué dice de Bruto?
Ciudadano tercero: Dice que por considera­ción a Bruto le vemos en nuestra presencia.
Ciudadano cuarto: ¡Lo mejor sería que no ha­blase aquí mal de Bruto!
Ciudadano primero: ¡Este César era un tirano!
Ciudadano tercero: Sin duda alguna, y es una bendición para nosotros que Roma se haya libra­do de él.
Ciudadano segundo: ¡Silencio! ¡Escuchemos lo que Antonio diga!
Antonio: ¡Amables romanos...!
Ciudadano: ¡Eh, silencio! ¡Oigámosle!
Antonio: ¡Amigos, romanos, compatriotas, pres­tadme atención! ¡Vengo a inhumar a César, no a en­salzarle! ¡El mal que hacen los hombres les sobrevi­ve! ¡El bien queda frecuentemente sepultado con sus huesos! ¡Sea así con César! El noble Bruto os ha dicho que César era ambicioso. Si lo fue, era la suya una falta, y gravemente lo ha pagado. Con la venía de Bruto y los demás -pues Bruto es un hombre hon­rado, como son todos ellos, hombres todos honrados- vengo a hablar en el funeral de César. Era mi amigo, para mí leal y sincero, pero Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es un hombre honrado. Infinitos cautivos trajo a Roma, cuyos rescates llenaron el tesoro público. ¿Parecía esto ambición en César? Siempre que los pobres dejaran oír su voz lastimera, César lloraba. ¡La ambición debería ser de una sustancia más dura! No obstante, Bruto dice que era ambicio­so, y Bruto es un hombre honrado. Todos visteis que en las Lupercales le presenté tres veces una corona real, y la rechazó tres veces. ¿Era esto ambición? No obstante, Bruto dice que era ambicioso, y, ciertamen­te, es un hombre honrado. ¡No hablo para desaprobar lo que Bruto habló! ¡Pero estoy aquí para decir lo que sé! Todos le amasteis alguna vez, y no sin causa. ¿Qué razón, entonces, os detiene ahora para no lle­varle luto? ¡Oh raciocinio! ¡Has ido a buscar asilo en los irracionales, pues los hombres han perdido la ra­zón! ¡Toleradme! ¡Mí corazón está ahí, en ese féretro, con César, y he de detenerme hasta que torne a mí...
Ciudadano primero: Pienso que tiene mucha razón en lo que dice.
Ciudadano segundo: Si lo consideras detenida­mente, se ha cometido con César una gran injusticia.
Ciudadano cuarto: ¿Habéis notado sus pala­bras? No quiso aceptar la corona. Luego es cierto que no era ambicioso.
Ciudadano primero: ¡Si resulta, les pesará a algunos!
Ciudadano segundo: ¡Pobre alma! ¡Tiene enro­jecidos los ojos por el fuego de las lágrimas!
Ciudadano tercero: ¡En Roma no existe un hombre más noble que Antonio!
Ciudadano cuarto: Observémosle ahora. Va a hablar de nuevo.
Antonio: ¡Ayer todavía, la palabra de César hu­biera podido hacer frente al Universo! ¡Ahora yace ahí, y nadie hay tan humilde que le reverencie! ¡Oh señores! Si estuviera dispuesto a excitar al motín y a la cólera a vuestras mentes y corazones, sería injusto con Bruto y con Casio, quienes, como todos sabéis, son hombres honrados. ¡No quiero ser injusto con ellos! ¡Prefiero serlo con el muerto, conmigo y con vosotros, antes que con esos hombres tan honrados! pero he aquí un pergamino con el sello de César. Lo hallé en su. gabinete y es su testamento. ¡Oiga el pue­blo su voluntad —aunque, con vuestro permiso, no me propongo leerlo— e irá a besar las heridas de Cé­sar muerto y a empapar sus pañuelos en su sagrada , sangre! ¡Sí! ¡Reclamará un cabello suyo como reliquia, y al morir lo transmitirá por testamento como un rico legado a su posteridad!
Ciudadano cuarto: ¡Queremos conocer el tes­tamento! ¡Leedlo, Marco Antonio!
Todos: ¡El testamento! ¡El testamento! ¡Quere­mos oír el testamento de César!
Antonio: ¡Sed pacientes, amables amigos! ¡No debo leerlo! ¡No es conveniente que sepáis hasta qué extremo os amó César! Pues siendo hombres y no le­ños ni piedras, ¡sino hombres!, al oír el testamento de César os enfureceríais llenos de desesperación. Así, no es bueno haceros saber que os instituye sus here­deros, pues si lo supierais, ¡oh!, ¿qué no habría de acontecer?
Ciudadano cuarto: ¡Leed el testamento, que­remos oírlo! ¡Es preciso que nos leáis el testamento! ¡El testamento!
Antonio: ¿Tendréis paciencia? ¿Permaneceréis un. momento en calma? He ido demasiado lejos al deciros esto. Temo agraviar a los honrados hombres cuyos puñales traspasaron a César. ¡Lo temo!
Ciudadano cuarto: ¡Son unos traidores! ¡"Hom­bres honrados"!
Todos: ¡Su última voluntad! ¡El testamento!
Antonio: ¿Queréis obligarme entonces a leer el testamento? Pues bien: formad círculo en torno del cadáver de César y dejadme enseñaros al que hizo el testamento. ¿Descenderé? ¿Me dais vuestro permiso?
Todos: ¡Bajad!
Ciudadano segundo: ¡Descended!
(Antonio desciende de la tribuna.)
Ciudadano tercero: Estáis autorizado.
Ciudadano cuarto: Formad círculo. Colocaos alrededor.
Ciudadano primero: ¡Apartaos del féretro, apartaos del cadáver!
Ciudadano segundo: ¡Lugar para Antonio, para el muy noble Antonio!
Antonio: ¡No, no os agolpéis encima de mí! ¡Quedaos a distancia!
Varios ciudadanos: ¡Atrás! ¡Sitio! ¡Echaos atrás!
Antonio: ¡Si tenéis lágrimas, disponeos ahora a verterlas! ¡Todos conocéis este manto! Recuerdo cuando César lo estrenó. Era una tarde de estío, en su tienda, el día que venció a los de Nervi. ¡Mirad: por aquí penetró el puñal de Casio! ¡Ved qué brecha abrió el implacable Casca! ¡Por esta otra le hirió su muy amado Bruto! ¡Y al retirar su maldecido acero, obser­vad cómo la sangre de César parece haberse lanzado en pos de él, como para asegurarse de si era o no Bruto el que tan inhumanamente abría la puerta! ¡Porque Bruto, como sabéis, era el ángel de César! ¡Juzgad, oh dioses, con qué ternura le amaba César! ¡Ése fue el golpe más cruel de todos, pues cuando el noble César vio que él también le hería, la ingratitud, más potente que los brazos de los traidores, le anonadó completamente! ¡Entonces estalló su poderoso corazón, y, cubriéndose el rostro con el manto, el gran César cayó a los pies de la estatua de Pompeyo, que se inundó de sangre! ¡Oh, qué caída, compa­triotas! ¡En aquel momento, yo, y vosotros y todos ; caímos, y la traición sangrienta triunfó sobre nos­otros! ¡Oh, ahora lloráis y percibo sentir en vosotros la impresión de la piedad! ¡Esas lágrimas son gene­rosas! ¡Almas compasivas! ¿Por qué lloráis, cuando aún no habéis visto más que la desgarrada vestidura de César? ¡Mirad aquí! ¡Aquí está él mismo, acribi­llado, como veis, por los traidores!
Ciudadano primero: ¡Oh lamentable espec­táculo!
Ciudadano segundo: ¡Oh noble César!
Ciudadano tercero: ¡Oh desgraciado día!
Ciudadano cuarto: ¡Oh traidores, villanos!
Ciudadano primero: ¡Oh cuadro sangriento!
Ciudadano segundo: ¡Seremos vengados!
Todos: ¡Venganza! ¡Pronto! ¡Buscad! ¡Que­mad! ¡Incendiad! ¡Matad! ¡Degollad! ¡Que no quede vivo un traidor!
Antonio: ¡Deteneos, compatriotas...!
Ciudadano primero: ¡Silencio! ¡Oíd al noble Antonio!
Ciudadano segundo: ¡Lo escucharemos! ¡Lo se­guiremos! ¡Moriremos con él!
Antonio: ¡Buenos amigos, apreciables amigos, no os excite yo con esa repentina explosión de tumul­to! Los que han consumado esta acción son hombres dignos. ¿Qué secretos agravios tenían para hacerlo? ¡Ay! Lo ignoro. Ellos son sensatos y honorables, y no dudo que os darán razones. ¡Yo no vengo, amigos, a concitar vuestras pasiones! Yo no soy orador como Bruto, sino, como todos sabéis, un hombre franco y sencillo, que amaba a su amigo, y esto lo saben bien los que públicamente me dieron licencia para hablar de él. ¡Porque no tengo ni talento, ni elocuencia, ni mérito, ni estilo, ni ademanes, ni el poder de la ora­toria, que enardece la sangre de los hombres! Hablo llanamente y no os digo sino lo que todos conocéis. ¡Os muestro las heridas del bondadoso César, pobres, pobres bocas mudas, y les pido que ellas hablen de mí! ¡Pues si yo fuera Bruto y Bruto fuera Antonio, ese Antonio exasperaría vuestras almas y pondría una lengua en cada herida de César, capaz de conmover y levantar en motín las piedras de Roma!
Todos: ¡Nos amotinaremos!
Ciudadano primero: ¡Prendamos fuego a la casa de Bruto!
Ciudadano tercero: ¡En marcha, pues! ¡Venid! ¡Busquemos a los conspiradores!
Antonio: ¡Oídme todavía, compatriotas! ¡Oídme todavía!
Todos: ¡Silencio, eh...! ¡Escuchad a Antonio...! ¡Muy noble Antonio!
Antonio: ¡Amigos, no sabéis lo que vais a hacer! ¿Qué ha hecho César para así merecer vuestros afec­tos? ¡Ay! ¡Aún lo ignoráis! ¡Debo, pues, decíroslo! ¡Habéis olvidado el testamento de que os hablé!
Todos: ¡Es verdad! ¡El testamento! ¡Quedémo­nos y oigamos el testamento!
Antonio: Aquí está, y con el sello de César. A cada ciudadano de Roma, a cada hombre, individualmente, lega 75 dracmas.
Ciudadano segundo: ¡Qué noble César! ¡Venga­remos su muerte!
Ciudadano tercero: ¡Oh regio César!
Antonio: ¡Oídme con paciencia!
Todos: ¡Silencio, eh!
Antonio: Os lega además todos sus paseos, sus quintas particulares y sus jardines recién plantados a este lado del Tíber. Los deja a perpetuidad a vos­otros y a vuestros herederos como parques públicos para que os paseéis y recreéis. ¡Éste era un César! ¿Cuándo tendréis otro semejante?
Ciudadano primero: ¡Nunca, nunca! ¡Venid! ¡Salgamos! ¡Salgamos! ¡Quememos su cuerpo en el sitio sagrado e incendiaremos con teas las casas de los traidores! ¡Recoged el cadáver!
Ciudadano segundo: ¡Id en busca de fuego!
Ciudadano tercero: ¡Destrozad los bancos!
Ciudadano cuarto: ¡Haced pedazos los asien­tos, las ventanas, todo!
(Salen los ciudadanos con el cuerpo.)
Antonio: ¡Ahora, prosiga la obra! ¡Maldad, ya estás en pie! ¡Toma el curso que quieras!

sábado, 18 de noviembre de 2006

¿Una nueva relación entre el trono y el altar?

Según parece, tras la derrota de Misiones (donde la lista opositora estuvo liderada por el ex obispo Joaquín Piña, con la bendición del cardenal Jorge Bergoglio y la desautorización del Papa Benedicto XVI), el oficialismo quiere recomponer sus relaciones con la Iglesia. Se habla de eso en esta nota del diario La Nación. La impulsora de la reconciliación es Cristina Fernández de Kirchner. CFK casi con seguridad será candidata a presidenta en el 2007, y quiere terminar un enfrentamiento con el que nunca estuvo muy de acuerdo.
La reconciliación en sí no me parece mala. La pelea entre el kirchnerismo y la Iglesia era gratuita e inútil. Pero no me gustaría que, para conseguir la "absolución" de la Iglesia, el gobierno les entregue el Protocolo de Cedaw Contra Todas las Formas de Discriminación de la Mujer -espero que ese sea el nombre correcto-, que la Iglesia desaprueba por considerar que abriría la puerta a la despenalización del aborto (dado que no soy jurista, no puedo opinar sobre ese punto), como ofrenda de paz. En la nota de La Nación se dice que los jerarcas de la Iglesia, si bien estarían dispuestos a hacer las paces con los Kirchner, piensan que hay una contradicción entre querer acercarse a la Iglesia e impulsar la aprobación del Protocolo. Y de ahí a pedirle al kirchnerismo que de marcha atrás con el Protocolo como prueba de sus buenas intenciones, hay solo un paso.
No me sorprendería que la Iglesia lo diera. En los '90 demostraron muy bien su doblez: si bien desaprobaban la corrupción del gobierno menemista y el aumento de los índices de pobreza producto de su política económica, nunca criticaron a Menem con demasiada dureza hasta los últimos años de su reinado. ¿Por qué? Pues porque Menem se alineó con la postura antibortista de la Iglesia en los foros internacionales. Puede decirse que el menemismo tuvo dos relaciones carnales en los '90: con EUA y con el Vaticano.
En cualquier caso, espero que el kirchnerismo no haga la misma tranza sórdida con los curas que hizo Menem.

La zona muerta, de Stephen King

La zona muerta, escrito en 1979, es uno de los primeros libros de la prolífica carrera de Stephen King. La historia comienza en 1970; el protagonista es John Smith, un profesor de Literatura que queda 4 años en coma tras un accidente automovilístico. Al despertar, descubre que tiene poderes proféticos: puede ver el futuro de las personas con tocarlas, y también puede conocer toda la historia de un objeto cualquiera al poner sus manos sobre él. Smith no busca usar sus poderes para ser un superhéroe, sino que simplemente quiere vivir una vida normal; no obstante, en varias ocasiones sus poderes se manifiestan y debe utilizarlos para ayudar a los demás. Finalmente, Smith conoce a Greg Stillson, un político populista, autoritario y conservador, candidato a diputado por un partido independiente. Y al estrechar su mano, puede ver cuál será su futuro: se convertirá -muchos años después- en presidente de los Estados Unidos y desencadenará una guerra nuclear. Después de analizar varias opciones (como difundir en la prensa datos que puedan dañar a Stillson o unirse a su partido para poder, eventualmente, disputarle el liderazgo), llega a la conclusión de que lo único que puede hacer para detenerlo es asesinarlo...
El libro es muy bueno, con un final emocionante. En cuanto al significado del título: cuando Smith despierta y discute con su médico acerca de sus nuevos poderes, el doctor le dice que los humanos usamos una pequeña parte de nuestro cerebro y que dejamos inactiva a la otra, a la que llama "la zona muerta". Y que es posible que el despertar del coma haya activado alguna sección de la zona muerta de Smith, permitiéndole "gozar" de esos poderes proféticos.
La zona muerta fue llevada al cine en 1983 por David Cronenberg, con Christopher Walken interpretando a John Smith y Martin Sheen a Greg Stillson.
Se lo puede descargar gratis -junto con muchas otras obras del autor- en ésta página.

viernes, 17 de noviembre de 2006

Kirchner y Morales Solá

A mí me ha apasionado la política desde diciembre del 2001, por lo que leo los diarios con bastante atención. Por eso, no se me escapó el tono casi conciliador del último editorial de Joaquín Morales Solá sobre la nueva política del gobierno de los Kirchner. Después del fiasco de Misiones, parece que los Kirchner se están volviendo más moderados.
Morales Solá no tiene ningún motivo para sentir aprecio por el gobierno. El mismísimo presidente lo acusó en público de haber escrito un artículo en 1978 elogiando a Videla. Morales Solá, por su parte, le hizo varias críticas, algunas justas y otras injustas. Con esos antecedentes, no habría sido raro que Morales Solá rechazara de plano la moderación kirchnerista -como han hecho, sin lugar a dudas, Jorge Lanata y Pepe Eliaschev-. Sin embargo, en este editorial parece aplaudir la nueva tendencia.