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sábado, 23 de diciembre de 2006

"Chicos ricos" (2000)

Chicos ricos es una película estrenada en el 2000. No tuvo mucho éxito de taquilla o de crítica en la pantalla grande, pero al cabo de unos años, se ha convertido en una película de culto, razón por la cual la pasan bastante seguido en el canal I.Sat.
Es acerca de dos publicistas que, tras ganar un premio por una propaganda escrita por ellos, y ante la ausencia de sus mujeres e hijos, se juntan en la casa de uno de ellos para "reventar la noche". Contratan a dos prostitutas (Déborah del Corral y Victoria Onetto, que tiene unos cuantos desnudos en la película y cuyo personaje es el que sale a la postre mejor parado) y también llaman a una dealer. Al principio todo parece salir bien, pero cuando le abren la puerta a la dealer -bastante falopeada ella misma- para que salga, dos asaltantes se meten. Después de tomar la plata y algunos otros objetos de valor, los ladrones se aprestan a salir, pero un patrullero estacionado casualmente en la puerta de la casa se lo impide (los dos policías se la pasan hablando de futbol y otras boludeces). Los ladrones, entonces, deben quedarse en casa junto a las prostitutas, la dealer y los publicistas. La tragedia se desencadena cuando los publicistas toman el control de la situación, y terminan mostrando un sadismo mayor que el de los ladrones.
La película es medio fantasiosa en algunas partes -la presencia de la ametralladora en la casa, el hecho de que los publicistas puedan organizar una fiesta para 10 o 15 personas a la madrugada, como ocurre cerca del final-. Pero hay algunos dialogos entre asaltantes y asaltados muy picantes, que desnudan las diferencias socioeconómicas y culturales entre ellos.
Le pongo un 7.

jueves, 21 de diciembre de 2006

Nerón

Nerón fue uno de los emperadores más sanguinarios de la larga historia de emperadores sanguinarios de Roma.
Era hijo de Gneo Domicio Enobarbo y de Agripinila, sobrina del emperador Claudio, que fue su antecesor en el trono. Su padre Enobarbo era famoso por su violencia: hizo morir de sed a un esclavo que no había querido emborracharse en su fiesta de cumpleaños, aplastó con su caballo a una niña mientras cabalgaba a Roma y le arrancó el ojo a un hombre en una pelea en pleno Foro. Cuando nació Nerón, Enobarbo les dijo a unos amigos que habían venido a felicitarlo que no dijesen pavadas y que si ellos fueran verdaderos patriotas, estrangularían al bebé en la cuna. Porque, les dijo, Agripinila y él conocían todos los vicios habidos y por haber, y su hijo iba a ser un verdadero demonio. Y no se equivocaba.
Agripinila era una de las mujeres más crueles y libertinas de Roma. Había cometido incesto durante su adolescencia con su hermano, el emperador Cayo Calígula. Luego Calígula la hizo prostituirse en el palacio imperial. Agripinila sólo puso como condición que le permitieran elegir a sus clientes y quedarse con una parte de lo recaudado. Posteriormente ella y su hermana Julia cayeron en desgracia y fueron desterradas por Calígula a África, donde debieron trabajar como buceadoras para sobrevivir.
Cuando Calígula fue asesinado y su tío Claudio subió al trono, Agripinila y Julia pudieron volver a Roma. Pero se enfrentaron con la tercera esposa de Claudio, Mesalina. Mesalina logró hacer ejecutar a Julia, acusándola de conspirar contra Claudio, pero no pudo deshacerse de Agripinila, mucho más prudente que su hermana. Mesalina consideraba al hijo de Agripinila una amenaza, y envió sicarios a su casa a matarlo. Los asesinos entraron al dormitorio de Nerón dispuestos a apuñalarlo, pero vieron que había una enorme serpiente en la cama que les mostraba sus colmillos, como si protegiera al niño. Huyeron despavoridos.
Cuando Mesalina murió en el año 48, Claudio quiso casarse de nuevo. Uno de sus ministros, Narciso, le propuso volver a casarse con quien había sido su segunda esposa, Elia. Otro le propuso casarse con Lolia, una de las mujeres más bellas de Roma. Pero hubo otro ministro, Pallas, que le propuso casarse con Agripinila, su propia sobrina.
Claudio decidió hacerle caso a Pallas. Propuso al Senado aprobar una ley para permitir los matrimonios entre tíos y sobrinas. La ley fue aprobada y en el año 49 de la era cristiana, Claudio contrajo sus cuartas nupcias.
Agripinila logró someter a su voluntad a Claudio, pero quería seguir gobernando cuando él muriera. Claudio había tenido un hijo con Mesalina, Británico, que no le tenía cariño a su prima-madrastra. Así que Agripinila comenzó a maniobrar para poner en el trono a su propio hijo Nerón.
Para llevar a cabo su plan, la nueva emperatriz tuvo que deshacerse de varios rivales. Envenenó a Elia e hizo acusar de brujería a Lolia, que se suicidó. Hizo acusar de incesto a Lucio Silano, marido de Octavia, la hija de Claudio. Cuando Silano se suicidó (eligió, irónicamente, para matarse, el día de la boda de Claudio y su sobrina), Agripinila hizo que Claudio casara a Octavia con Nerón.
Nerón, como yerno, hijastro y sobrino-nieto de Claudio, era su sucesor natural. Agripinila había convencido a Claudio de que Británico no era en realidad hijo suyo, sino de uno de los muchos amantes de Mesalina, así que Nerón fue designado único heredero del trono. Pero al cabo de un tiempo, el viejo emperador empezó a sospechar de las actividades de su sobrina-esposa y decidió favorecer a Británico. Lo nombró heredero del trono junto a Nerón y le permitió convertirse legalmente en adulto.
Agripinila se sintió amenazada y decidió que había llegado la hora de enviudar. Le dio a Claudio un plato de setas envenenadas. Pero la dosis fue insuficiente para matarlo y, después de guardar cama durante varios días, Claudio comenzó a recuperarse. Entonces ella hizo que el médico de Claudio, Jenofonte, le introdujera una pluma envenenada en la garganta, con la excusa de hacerle vomitar lo que lo había indigestado. La segunda dosis de veneno fue más fuerte y finalmente lo mató. Claudio tenía 64 años.
Agripinila mantuvo la noticia en secreto a Británico e hizo que la Guardia Imperial y el Senado proclamasen único emperador a Nerón, de 18 años. Era el año 54.
Otro de los asesinados ese día fue Narciso, el ministro de Claudio que le propuso volver a casarse con su segunda esposa Elia. Los sicarios de Agripinila lo persiguieron hasta un cementerio y le dieron muerte, por casualidad, en la tumba de Mesalina.
Ahora Agripinila esperaba seguir gobernando Roma a través de Nerón. No obstante, su hijo resultó no ser lo bastante dócil, y la apartó del poder en el año 55. Agripinila, furiosa, amenazó a Nerón con deponerlo y entregarle el poder a Británico.
Nerón, pues, fingió reconciliarse con ella, pero decidió matar a Británico. En una cena íntima, a la que asistieron sólo Nerón, Octavia, Agripinila y el propio Británico, lo envenenó mediante un truco muy hábil.
Británico hacía que sus comidas fueran probadas, porque temía -con razón- que Nerón o alguien más lo envenenase. El catador de Británico era insobornable. Entonces Nerón hizo lo siguiente: le sirvió a su cuñado-hermanastro-primo un plato de sopa muy caliente, pero sin veneno. El catador probó la sopa frente a Británico y le pasó el plato. Británico también tomó un poco de sopa, pero como estaba demasiado caliente hizo que lo llevasen a la cocina y se lo trajesen cuando estuviese más tibio. Y al cabo de un rato se lo trajeron, tibio... y envenenado. La dosis era tan fuerte que Británico cayó muerto ahí mismo, frente a Nerón, Octavia y Agripinila. Fue enterrado esa misma noche, casi en secreto. Era el 11 de febrero del 55; al día siguiente, Británico hubiera cumplido 14 años. Según Tácito, Nerón había abusado sexualmente de él pocos días antes.
Agripinila entonces cometió incesto con Nerón para poder conservar su influencia sobre él. Funcionó durante un tiempo, hasta que su hijo conoció a Popea Sabina. Ella era esposa de Otón, un amigo de Nerón. Cuando Nerón la conoció, se enamoró de ella y la convirtió en su amante, con la complicidad de Otón. Pero Popea quería más. Empezó a presionar a Nerón para que la convirtiera en su esposa. Y al cabo de un tiempo Nerón dio muestras de querer darle el gusto.
No obstante, ambos chocaron con la cerrada oposición de Agripinila. Ella odiaba a Popea y tenía excelentes relaciones con Octavia, por lo que ese matrimonio sería perjudicial para sus intereses.
Popea entonces convenció a Nerón de matar a Agripinila.
Nerón odiaba a su madre, pero no podía matarla abiertamente por miedo a la opinión pública. Así que trató de asesinarla con discreción. Primero quiso envenenarla, pero Agripinila había inmunizado su cuerpo con antídotos. Después puso una trampa en su dormitorio: a la noche, cuando su madre se acostara a dormir, el techo se derrumbaría sobre su cama. Pero Agripinila, advertida por sus espías del plan, se cambió a otro dormitorio esa misma noche.
Nerón entonces hizo un último intento, que Tácito narra en sus Anales con maestría. Invitó a su madre a una villa de Otón, el marido de Popea, y la trató con mucho cariño. La abrazaba y besaba constantemente y propuso varios brindis en su honor. Luego la invitó a regresar a su casa en una galera preparada especialmente para ella.
Agripinila subió a la galera tranquilamente y zarparon. Pero la galera se partió en dos al cabo de un rato. Agripinila y sus amigos cayeron al agua. Una amiga suya llamada Aceronia no sabía nadar muy bien y cuando vio acercarse un bote lleno de soldados enviado por Nerón, gritó para que la salvaran "¡Soy Agripinila, soy Agripinila!". Los soldados le creyeron, se acercaron a ella... y la mataron a golpes con sus remos.
Agripinila vio eso y no necesitó mucha astucia para darse cuenta de que la galera había sido saboteada por Nerón. Pero su hijo había olvidado que durante su juventud Agripinila había tenido que trabajar como buceadora. Ella pudo nadar con facilidad a la orilla y fue ayudada por unos campesinos, que la llevaron a su choza. Allí, la madre de Nerón decidió que lo más inteligente sería fingir que no sabía nada del plan de su hijo de matarla.
Mandó a un mensajero a informarle a Nerón que estaba viva. Pero cuando Nerón supo esto, decidió dejar de ser sutil y le ordenó a unos soldados que fueran a matar a Agripinila.
Cuando Agripinila vio llegar a los soldados con las espadas desenvainadas, se levantó la túnica y les dijo que la apuñalasen en el vientre que había albergado a un hijo tan monstruoso. Corría el año 59.
Nerón regresó a Roma en un desfile triunfal, como si hubiera conquistado un país en vez de asesinar a su madre. El pueblo se unió a los festejos, pues Agripinila era muy odiada, tanto por sus crímenes como por el enorme poder que, siendo mujer, había llegado a acumular. No obstante, un ciudadano se burló de Nerón abandonando a su hijo recién nacido en el Foro, diciendo que así quería evitar que creciera y matara a su madre. Y en los años siguientes, cuando Nerón se fue haciendo impopular, la gente lo apodaba Orestes, en referencia al personaje mitológico que mató a su madre Clitemnestra. Nerón, después de la euforia inicial, comenzó a sentir miedo por el matricidio que había cometido. Se sentía perseguido por el fantasma de Agripinila, por lo que le ofrecía sacrificios para aplacarla continuamente.
Nerón y Popea, antes de poder finalmente conseguir ese matrimonio tan deseado, debieron deshacerse de sus respectivos cónyugues. Otón se resistía a permitir que Popea se casase con Nerón. No le molestaba la idea de que su esposa fuera amante del emperador, puesto que eso le daba gran poder. Pero si su esposa lo dejaba para convertirse en emperatriz, las cosas serían distintas. Encerró a Popea en su casa y le prohibió a Nerón la entrada. Entonces el emperador lo designó gobernador de África y lo obligó a marcharse de Roma sin Popea. En la ciudad aparecieron graffitis que decían "¿Sabéis por qué Otón ha sido desterrado a África? Porque se acostaba con su esposa".
Luego Popea hizo que Nerón se divorciase de Octavia, la desterrase y luego, cuando el pueblo de Roma reaccionó indignado, que la hiciera matar. También hizo que envenenase a Buhrro, el jefe de la Guardia Imperial y a Pallas, el ministro de Claudio que le había propuesto casarse con Agripinila. Así, Popea pudo casarse con Nerón y, al igual que Agripinila tras casarse con Claudio, se convirtió en la mujer más poderosa de Roma.
Pero Popea terminó muriendo de una muerte tan violenta como la de su rival Agripinila. Estando embarazada, discutió con Nerón. El emperador, en un ataque de furia, le dio una brutal patada en el vientre, Popea sufrió un aborto y murió desangrada.
Tras la muerte de Popea, Nerón quiso casarse de nuevo y eligió a Antonia, la hija de Claudio con su segunda esposa Elia. Pero ella se negó y fue ejecutada.
Después de tantas matanzas, Nerón se hizo impopular entre el pueblo y la nobleza. En el año 65, un senador llamado Cayo Pisón decidió derrocar y asesinar al emperador. Muchos nobles se plegaron a su complot, entre ellos Lucio Séneca, filósofo, orador y maestro de Nerón durante su juventud. Pero el emperador los descubrió.
Todos ellos fueron ejecutados u obligados a suicidarse para evitar la ejecución. Entre ellos estaba Séneca. El viejo filósofo se metió en la bañera e hizo que un médico le cortase las venas con un bisturí. Su esposa tambien hizo lo mismo, pero Nerón, por algún motivo, ordenó que no la dejaran morir. Le vendaron las heridas y frenaron la hemorragia, mientras que Séneca murió desangrado.
Desde entonces Nerón usó cualquier excusa para hacer ejecutar u obligar a suicidarse a cualquier persona sospechosa. Por citar un ejemplo, un tal Peto Trasea fue ejecutado por “tener un rostro demasiado triste”.
El emperador Nerón fue también uno de los más depravados, al menos desde el punto de vista de los historiadores antiguos. Aparte de tener relaciones con su madre y con Popea, tuvo muchos amantes de ambos sexos. Llegó a casarse con un adolescente llamado Esporo, a quien hizo castrar y a quien vestía y trataba como una mujer (el día de la boda uno de los asistentes dijo por lo bajo “Ojalá Enobarbo hubiera tomado una esposa así”, haciendo referencia al padre de Nerón) También se casó con un chico llamado Dorífero, a quien trataba como si fuera su marido. Estos eran, por supuesto, matrimonios rituales, sin valor legal, pues los romanos no habían llegado tan lejos como para establecer el matrimonio gay.
A Nerón le gustaban los proyectos faraónicos. Había en Roma varios edificios muy antiguos y feos, pero demasiado sagrados como para demolerlos y reemplazarlos por edificios nuevos. Así que decidió, en el año 66, quemar la ciudad y reconstruirla a su manera. Mientras las llamas devoraban Roma, Nerón tocaba la lira y cantaba una canción sobre la caída de Troya. El incendio duró una semana, durante la cual el pueblo debió refugiarse en los subterráneos de los monumentos públicos y en las tumbas. Cuando todo terminó, Nerón y sus hombres se dedicaron a saquear las ruinas. Nerón usó el incendio de Roma como excusa para exprimir aún más a todo el mundo con impuestos abusivos.
Nerón también llevó a cabo la primera persecución a gran escala de los cristianos, una secta en peligroso crecimiento. Miles de cristianos en Roma y otros puntos del Imperio fueron ejecutados, entre ellos el apóstol Pedro.
Lo curioso es que, pese a su salvajismo, Nerón nunca castigó con dureza a quienes se burlaban públicamente de él. El desafío más osado provino de un actor satírico, quien recitó estos versos: “Consérvate bien, padre”. (e hizo con las manos el gesto de beber un líquido) “Consérvate bien, madre” (y el actor movió los brazos como si estuviera nadando). Y luego dijo, señalando al edificio del Senado: “El Infierno os arrastra por los pies”. El actor, pese a su clara alusión a los asesinatos de Claudio y Agripinila, sólo fue castigado con el destierro.
En el año 68 estalló otra revuelta en su contra liderada por Galba, el gobernador de España. A la revuelta se plegaron las legiones de otras provincias, la Guardia Imperial y por ultimo el Senado, que declaró enemigo público y condenó a muerte a Nerón.
Éste huyó a su casa de campo en las afueras de Roma, acompañado por su esclavo Epafrodito. Viendo que no tenía esperanzas, hizo que Epafrodito lo atravesase con una espada. Sus últimas palabras fueron “¡Que gran artista muere conmigo!”.
Roma debió soportar después de su muerte un período breve pero sangriento de guerras civiles durante el cual tres emperadores, Galba, Otón (el primer marido de Popea) y Aulo Vitelio ocuparon el trono y fueron asesinados. Finalmente Vespasiano tomó el poder y logró conservarlo por el resto de su vida, gobernando con relativa sensatez y eficacia.

lunes, 18 de diciembre de 2006

Perspectivas del oficialismo y la oposición para el 2007

Las elecciones presidenciales del 2007 prometen ser interesantes. Pero creo que su resultado está cantado: el kirchnerismo probablemente seguirá en el poder, ya sea con el presidente Kirchner o con su esposa. ¿Por qué? En primer lugar, por el motivo más obvio: tanto Néstor como Cristina Kirchner miden muy bien en las encuestas y si las elecciones fueran mañana, ganarían en la primera vuelta (aunque la victoria de Cristina sería menos espectacular que la del presidente).
Pero también hay otro motivo por el cual los Kirchner seguirán gobernando la Argentina por 4 años más: la oposición ha cometido graves errores estratégicos. Elisa Carrió, por negarse a formar alianzas con líderes y espacios políticos que no sean 100% impolutos a sus ojos: los “radicales R” que no apoyan ni a Lavagna ni a los Kirchner y que responden a Margarita Stolbizer, los socialistas porteños y santafecinos, y posiblemente Ricardo López Murphy (de él hablaré más tarde). Lavagna, al principio, parecía tener una estrategia muy inteligente: atacar al gobierno en sus francos más débiles y hacer alianzas con un criterio menos selectivo que Carrió; este criterio incluía al duhaldismo, a los radicales antikirchneristas y a Mauricio Macri. Con un poco de buena voluntad, hubiesen podido formar un frente poderoso capaz de ganar o de hacer una buena elección.
Pero todo se pudrió. Lavagna actuó con mucha altanería en sus negociaciones con Macri (lanzando una lista de propuestas públicamente y condicionando cualquier acuerdo a la aceptación de esas propuestas), y Macri cometió el error de congelar las negociaciones en ese punto y empezar a criticar a Lavagna. En rigor, si estuviera en el lugar de Macri, yo hubiese resignado mi candidatura presidencial a favor de Lavagna y me hubiera candidateado en la Ciudad de Buenos Aires, repitiendo hasta cierto punto la estrategia del 2005.
¿Qué estrategia? Mandar a un aliado al que querés neutralizar a luchar en la primera línea del ejército, donde es más probable que reciba los disparos. Eso hizo con López Murphy en el 2005: él quería una alianza que significara fagocitar al lopezmurphismo, no que significara compartir el liderazgo del PRO con López Murphy. Entonces mandó a Murphy a competir en las elecciones bonaerenses contra las poderosísimas candidaturas de Cristina Kirchner y Chiche Duhalde. Hizo una campaña enérgica, pero terminó perdiendo. Y desde entonces, si bien él y sus partidarios pertenecen al PRO, Murphy tiene poco peso en la toma de decisiones. Me atrevería a decir que Macri no lo consultaba siquiera sobre qué corbata ponerse en las reuniones con los hombres de Lavagna. Y también me atrevería a decir que si Murphy decidiera irse del PRO y unirse a los arios (del ARI), se iría solo. Sus partidarios se blanquearían como macristas.
Macri podría hacer lo mismo con otros dos aliados potenciales molestos, Blumberg y Lavagna; sobre todo el segundo. Mandar a Lavagna a competir por la presidencia -donde probablemente perdería y quedaría “quemado” políticamente-, a Blumberg a competir por la gobernación bonaerense -donde creo que al menos tendría dificultades para vencer a Scioli- y competir él mismo por la jefatura de Gobierno porteña, en un territorio en que ya fue candidato en el 2003 y en el 2005, teniendo una buena performance, y donde podría ganar o conseguir un porcentaje de votos respetable. Blumberg y Lavagna quedarían arruinados de perder en estas primeras elecciones suyas. Y sus partidarios se encolumnarían detrás de Macri, que -de no surgir otro líder- podría tener su oportunidad en el 2011 o 2015.

domingo, 17 de diciembre de 2006

"Hostel" (2006)

Hostel es una película “presentada por Quentin Tarantino” y dirigida por su amigo Eli Roth. El hecho de que Hostel lleve el nombre-marca de Tarantino atrae a muchos cinéfilos, pero no hay que engañarse: no es una película de Tarantino. Todo lo bueno y todo lo malo de ella proviene de Roth.
La trama es simple: tres turistas -dos estadounidenses y un islandés- de vacaciones en Ámsterdam con el objetivo de conseguir en primer lugar sexo, y en segundo drogas y alcohol, son informados acerca de un hostel en Eslovaquia donde se pueden encontrar chicas lindísimas y muy fáciles. El trío viaja a ese hostel y descubre que lo que les habían dicho era cierto. Pero al poco tiempo caen en manos de una organización mafiosa que secuestra turistas y los utiliza para que un grupo de millonarios los torturen y maten por placer. Las chicas del hostel actúan como entregadoras, y prácticamente toda la ciudad está involucrada.
Al principio, el ritmo de la película es el del típico film de chicos frívolos y hedonistas; esa parte puede despertar algunas sonrisas indulgentes. Pero cuando los chicos son secuestrados, la cosa cambia totalmente. La película deja de parecerse a Sé lo que hicieron el verano pasado y empieza a ser como La masacre de Texas o American Psicho (la novela, no la película, a la que considero una versión light), con algunas escenas (como la del ojo -quien haya visto la película sabrá a qué me refiero- o aquella en la que a un personaje le cortan los tendones de Aquiles) realmente truculentas. El final es muy emocionante, y el “héroe” termina siendo tan sádico como los villanos.
Yo le pondría un 9.

(Quienes quieran ver más imágenes de la película, vayan a este enlace)

domingo, 10 de diciembre de 2006

"El hambre" de Manuel Mujica Láinez

Este es el primer cuento del libro Misteriosa Buenos Aires, escrito por Manuel Mujica Láinez en 1951. Contiene 42 historias que van desde 1536 hasta 1904; o sea, desde la fundación hasta la época del "esplendor" señorial de principios del siglo XX. Esta es, sin duda, la más truculenta.


Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.
El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.

Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces...
Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.

Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más...
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto.A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...
Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.

Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.
Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una vez por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad...
No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.

miércoles, 22 de noviembre de 2006

"El almohadón de plumas", de Horacio Quiroga

Este relato pertenece a Cuentos de amor, de locura y de muerte, publicado por Horacio Quiroga en 1917. Es uno de los mejores cuentos de terror que haya leído.

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante 3 meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico- Es un caso serio... poco hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja- En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós: sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

lunes, 20 de noviembre de 2006

Fragmento de "Julio César", de Shakespeare

Una de las mejores obras -aunque poco verídica- de William Shakespeare es Julio César. Cuenta la historia del asesinato del dictador Cayo Julio César, a manos de Marco Junio Bruto, Cayo Casio y otros. En esta escena, Bruto y Marco Antonio se dirigen al pueblo, inmediatamente después del magnicidio.

(Entran Bruto y Casio y una turba de ciudadanos.)
Ciudadanos: ¡Queremos que se nos dé una ex­plicación! ¡Que se nos explique!
Bruto: Pues seguidme y escuchad, amigos. Ca­sio, id a la calle contigua y dividid la multitud. Los que deseen oírme, quédense aquí. Los que deseen acompañar a Casio, vayan con él, y se expondrán públicamente las razones de la muerte de César.
Ciudadano primero: Yo quiero oír hablar a Bruto.
Ciudadano segundo: Yo, a Casio, y así comparar sus razones cuando hayamos oído separadamente a uno y otro.
(Sale Casio con algunos ciudadanos. Bruto ocupa la tribuna.)
Ciudadano tercero: ¡El noble Bruto ocupa la tribuna! ¡Silencio!
Bruto: Tened calma hasta el fin. ¡Romanos, compatriotas y amigos! Oídme defender mi causa y guardad silencio para que podáis oírme. Creedme por mi honor y respetad mi honra, a fin de que me creáis. Juzgadme con vuestra rectitud y avivad vuestros sentidos para poder juzgar mejor. Si hubiese alguno en esta asamblea que profesará entrañable amistad a César, a él le digo que el afecto de Bruto por César no era menos que el suyo. Y si entonces ese amigo preguntase por qué Bruto se alzó contra César, ésta es mi contestación: "No porque amaba a César menos, sino porque amaba más a Roma." ¿Preferiríais que César viviera y morir todos esclavos a que esté muer­to César y todos vivir libres? Porque César me apreciaba, lo lloro; porque fue afortunado, lo celebro; como valiente, lo honro; pero por ambicioso, lo maté. Lágrimas hay para su afecto, gozo para su fortu­na, honra para su valor y muerte para su ambición. ¿Quién hay aquí tan abyecto que quisiera ser esclavo? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! ¿Quién hay aquí tan estúpido que no quisiera ser ro­mano? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofen­dido! ¿Quién hay aquí tan vil que no ame a su patria? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! Aguardo una respuesta.
Todos: ¡Nadie, Bruto, nadie!
Bruto: ¡Entonces, a nadie he ofendido! ¡No he hecho con César sino lo que haríais con Bruto! Los motivos de su muerte están escritos en el Capitolio. Su gloria no se amengua, en cuanto la merecía, ni se exageran sus ofensas, por las cuales ha sufrido la muerte. (Entran Antonio y otros con el cuerpo de César.) Aquí llega su cuerpo, que doliente conduce Marco Antonio, que, aunque no tomó parte en su muerte, percibirá los beneficios de ella, o sea un pues­to en la República. ¿Quién de vosotros no obtendrá otro tanto? Con esto me despido, que, igual que he muerto a mi mejor amigo por la salvación de Roma, tengo el mismo puñal para mí propio cuando plazca a mi patria necesitar mi muerte.
Todos: ¡Viva Bruto! ¡Viva, viva!
Ciudadano primero: ¡Conduzcámoslo en triun­fo hasta su casa!
Ciudadano segundo: Erijámosle fina estatua, como a sus antepasados.
Ciudadano tercero: ¡Nombrémoslo César!
Ciudadano cuarto: ¡Lo mejor de César será co­ronado en Bruto!
Ciudadano primero: ¡Llevémoslo a su casa en­tre vítores y aclamaciones!
Bruto: ¡Compatriotas...!
Ciudadano segundo: ¡Callad! ¡Silencio! Habla Bruto.
Ciudadano primero: ¡Callad, eh!
Bruto: Queridos compatriotas, dejadme mar­char solo, y en obsequio mío, quedaos aquí con Antonio. Honrad el cadáver de César y oíd la apología de sus glorias, que, con nuestro beneplácito, pronun­ciará Antonio. ¡Os suplico que nadie, excepto yo, se aleje de aquí hasta que Antonio haya hablado!
(Sale.)
Ciudadano primero: ¡Quedémonos, eh! ¡Y oiga­mos a Marco Antonio!
Ciudadano tercero: Que suba a la tribuna pú­blica y le escucharemos. ¡Vamos, noble Antonio!
Antonio: ¡Por consideración a Bruto me veis ante vosotros!
(Sube a la tribuna.)
Ciudadano cuarto: ¿Qué dice de Bruto?
Ciudadano tercero: Dice que por considera­ción a Bruto le vemos en nuestra presencia.
Ciudadano cuarto: ¡Lo mejor sería que no ha­blase aquí mal de Bruto!
Ciudadano primero: ¡Este César era un tirano!
Ciudadano tercero: Sin duda alguna, y es una bendición para nosotros que Roma se haya libra­do de él.
Ciudadano segundo: ¡Silencio! ¡Escuchemos lo que Antonio diga!
Antonio: ¡Amables romanos...!
Ciudadano: ¡Eh, silencio! ¡Oigámosle!
Antonio: ¡Amigos, romanos, compatriotas, pres­tadme atención! ¡Vengo a inhumar a César, no a en­salzarle! ¡El mal que hacen los hombres les sobrevi­ve! ¡El bien queda frecuentemente sepultado con sus huesos! ¡Sea así con César! El noble Bruto os ha dicho que César era ambicioso. Si lo fue, era la suya una falta, y gravemente lo ha pagado. Con la venía de Bruto y los demás -pues Bruto es un hombre hon­rado, como son todos ellos, hombres todos honrados- vengo a hablar en el funeral de César. Era mi amigo, para mí leal y sincero, pero Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es un hombre honrado. Infinitos cautivos trajo a Roma, cuyos rescates llenaron el tesoro público. ¿Parecía esto ambición en César? Siempre que los pobres dejaran oír su voz lastimera, César lloraba. ¡La ambición debería ser de una sustancia más dura! No obstante, Bruto dice que era ambicio­so, y Bruto es un hombre honrado. Todos visteis que en las Lupercales le presenté tres veces una corona real, y la rechazó tres veces. ¿Era esto ambición? No obstante, Bruto dice que era ambicioso, y, ciertamen­te, es un hombre honrado. ¡No hablo para desaprobar lo que Bruto habló! ¡Pero estoy aquí para decir lo que sé! Todos le amasteis alguna vez, y no sin causa. ¿Qué razón, entonces, os detiene ahora para no lle­varle luto? ¡Oh raciocinio! ¡Has ido a buscar asilo en los irracionales, pues los hombres han perdido la ra­zón! ¡Toleradme! ¡Mí corazón está ahí, en ese féretro, con César, y he de detenerme hasta que torne a mí...
Ciudadano primero: Pienso que tiene mucha razón en lo que dice.
Ciudadano segundo: Si lo consideras detenida­mente, se ha cometido con César una gran injusticia.
Ciudadano cuarto: ¿Habéis notado sus pala­bras? No quiso aceptar la corona. Luego es cierto que no era ambicioso.
Ciudadano primero: ¡Si resulta, les pesará a algunos!
Ciudadano segundo: ¡Pobre alma! ¡Tiene enro­jecidos los ojos por el fuego de las lágrimas!
Ciudadano tercero: ¡En Roma no existe un hombre más noble que Antonio!
Ciudadano cuarto: Observémosle ahora. Va a hablar de nuevo.
Antonio: ¡Ayer todavía, la palabra de César hu­biera podido hacer frente al Universo! ¡Ahora yace ahí, y nadie hay tan humilde que le reverencie! ¡Oh señores! Si estuviera dispuesto a excitar al motín y a la cólera a vuestras mentes y corazones, sería injusto con Bruto y con Casio, quienes, como todos sabéis, son hombres honrados. ¡No quiero ser injusto con ellos! ¡Prefiero serlo con el muerto, conmigo y con vosotros, antes que con esos hombres tan honrados! pero he aquí un pergamino con el sello de César. Lo hallé en su. gabinete y es su testamento. ¡Oiga el pue­blo su voluntad —aunque, con vuestro permiso, no me propongo leerlo— e irá a besar las heridas de Cé­sar muerto y a empapar sus pañuelos en su sagrada , sangre! ¡Sí! ¡Reclamará un cabello suyo como reliquia, y al morir lo transmitirá por testamento como un rico legado a su posteridad!
Ciudadano cuarto: ¡Queremos conocer el tes­tamento! ¡Leedlo, Marco Antonio!
Todos: ¡El testamento! ¡El testamento! ¡Quere­mos oír el testamento de César!
Antonio: ¡Sed pacientes, amables amigos! ¡No debo leerlo! ¡No es conveniente que sepáis hasta qué extremo os amó César! Pues siendo hombres y no le­ños ni piedras, ¡sino hombres!, al oír el testamento de César os enfureceríais llenos de desesperación. Así, no es bueno haceros saber que os instituye sus here­deros, pues si lo supierais, ¡oh!, ¿qué no habría de acontecer?
Ciudadano cuarto: ¡Leed el testamento, que­remos oírlo! ¡Es preciso que nos leáis el testamento! ¡El testamento!
Antonio: ¿Tendréis paciencia? ¿Permaneceréis un. momento en calma? He ido demasiado lejos al deciros esto. Temo agraviar a los honrados hombres cuyos puñales traspasaron a César. ¡Lo temo!
Ciudadano cuarto: ¡Son unos traidores! ¡"Hom­bres honrados"!
Todos: ¡Su última voluntad! ¡El testamento!
Antonio: ¿Queréis obligarme entonces a leer el testamento? Pues bien: formad círculo en torno del cadáver de César y dejadme enseñaros al que hizo el testamento. ¿Descenderé? ¿Me dais vuestro permiso?
Todos: ¡Bajad!
Ciudadano segundo: ¡Descended!
(Antonio desciende de la tribuna.)
Ciudadano tercero: Estáis autorizado.
Ciudadano cuarto: Formad círculo. Colocaos alrededor.
Ciudadano primero: ¡Apartaos del féretro, apartaos del cadáver!
Ciudadano segundo: ¡Lugar para Antonio, para el muy noble Antonio!
Antonio: ¡No, no os agolpéis encima de mí! ¡Quedaos a distancia!
Varios ciudadanos: ¡Atrás! ¡Sitio! ¡Echaos atrás!
Antonio: ¡Si tenéis lágrimas, disponeos ahora a verterlas! ¡Todos conocéis este manto! Recuerdo cuando César lo estrenó. Era una tarde de estío, en su tienda, el día que venció a los de Nervi. ¡Mirad: por aquí penetró el puñal de Casio! ¡Ved qué brecha abrió el implacable Casca! ¡Por esta otra le hirió su muy amado Bruto! ¡Y al retirar su maldecido acero, obser­vad cómo la sangre de César parece haberse lanzado en pos de él, como para asegurarse de si era o no Bruto el que tan inhumanamente abría la puerta! ¡Porque Bruto, como sabéis, era el ángel de César! ¡Juzgad, oh dioses, con qué ternura le amaba César! ¡Ése fue el golpe más cruel de todos, pues cuando el noble César vio que él también le hería, la ingratitud, más potente que los brazos de los traidores, le anonadó completamente! ¡Entonces estalló su poderoso corazón, y, cubriéndose el rostro con el manto, el gran César cayó a los pies de la estatua de Pompeyo, que se inundó de sangre! ¡Oh, qué caída, compa­triotas! ¡En aquel momento, yo, y vosotros y todos ; caímos, y la traición sangrienta triunfó sobre nos­otros! ¡Oh, ahora lloráis y percibo sentir en vosotros la impresión de la piedad! ¡Esas lágrimas son gene­rosas! ¡Almas compasivas! ¿Por qué lloráis, cuando aún no habéis visto más que la desgarrada vestidura de César? ¡Mirad aquí! ¡Aquí está él mismo, acribi­llado, como veis, por los traidores!
Ciudadano primero: ¡Oh lamentable espec­táculo!
Ciudadano segundo: ¡Oh noble César!
Ciudadano tercero: ¡Oh desgraciado día!
Ciudadano cuarto: ¡Oh traidores, villanos!
Ciudadano primero: ¡Oh cuadro sangriento!
Ciudadano segundo: ¡Seremos vengados!
Todos: ¡Venganza! ¡Pronto! ¡Buscad! ¡Que­mad! ¡Incendiad! ¡Matad! ¡Degollad! ¡Que no quede vivo un traidor!
Antonio: ¡Deteneos, compatriotas...!
Ciudadano primero: ¡Silencio! ¡Oíd al noble Antonio!
Ciudadano segundo: ¡Lo escucharemos! ¡Lo se­guiremos! ¡Moriremos con él!
Antonio: ¡Buenos amigos, apreciables amigos, no os excite yo con esa repentina explosión de tumul­to! Los que han consumado esta acción son hombres dignos. ¿Qué secretos agravios tenían para hacerlo? ¡Ay! Lo ignoro. Ellos son sensatos y honorables, y no dudo que os darán razones. ¡Yo no vengo, amigos, a concitar vuestras pasiones! Yo no soy orador como Bruto, sino, como todos sabéis, un hombre franco y sencillo, que amaba a su amigo, y esto lo saben bien los que públicamente me dieron licencia para hablar de él. ¡Porque no tengo ni talento, ni elocuencia, ni mérito, ni estilo, ni ademanes, ni el poder de la ora­toria, que enardece la sangre de los hombres! Hablo llanamente y no os digo sino lo que todos conocéis. ¡Os muestro las heridas del bondadoso César, pobres, pobres bocas mudas, y les pido que ellas hablen de mí! ¡Pues si yo fuera Bruto y Bruto fuera Antonio, ese Antonio exasperaría vuestras almas y pondría una lengua en cada herida de César, capaz de conmover y levantar en motín las piedras de Roma!
Todos: ¡Nos amotinaremos!
Ciudadano primero: ¡Prendamos fuego a la casa de Bruto!
Ciudadano tercero: ¡En marcha, pues! ¡Venid! ¡Busquemos a los conspiradores!
Antonio: ¡Oídme todavía, compatriotas! ¡Oídme todavía!
Todos: ¡Silencio, eh...! ¡Escuchad a Antonio...! ¡Muy noble Antonio!
Antonio: ¡Amigos, no sabéis lo que vais a hacer! ¿Qué ha hecho César para así merecer vuestros afec­tos? ¡Ay! ¡Aún lo ignoráis! ¡Debo, pues, decíroslo! ¡Habéis olvidado el testamento de que os hablé!
Todos: ¡Es verdad! ¡El testamento! ¡Quedémo­nos y oigamos el testamento!
Antonio: Aquí está, y con el sello de César. A cada ciudadano de Roma, a cada hombre, individualmente, lega 75 dracmas.
Ciudadano segundo: ¡Qué noble César! ¡Venga­remos su muerte!
Ciudadano tercero: ¡Oh regio César!
Antonio: ¡Oídme con paciencia!
Todos: ¡Silencio, eh!
Antonio: Os lega además todos sus paseos, sus quintas particulares y sus jardines recién plantados a este lado del Tíber. Los deja a perpetuidad a vos­otros y a vuestros herederos como parques públicos para que os paseéis y recreéis. ¡Éste era un César! ¿Cuándo tendréis otro semejante?
Ciudadano primero: ¡Nunca, nunca! ¡Venid! ¡Salgamos! ¡Salgamos! ¡Quememos su cuerpo en el sitio sagrado e incendiaremos con teas las casas de los traidores! ¡Recoged el cadáver!
Ciudadano segundo: ¡Id en busca de fuego!
Ciudadano tercero: ¡Destrozad los bancos!
Ciudadano cuarto: ¡Haced pedazos los asien­tos, las ventanas, todo!
(Salen los ciudadanos con el cuerpo.)
Antonio: ¡Ahora, prosiga la obra! ¡Maldad, ya estás en pie! ¡Toma el curso que quieras!

sábado, 18 de noviembre de 2006

¿Una nueva relación entre el trono y el altar?

Según parece, tras la derrota de Misiones (donde la lista opositora estuvo liderada por el ex obispo Joaquín Piña, con la bendición del cardenal Jorge Bergoglio y la desautorización del Papa Benedicto XVI), el oficialismo quiere recomponer sus relaciones con la Iglesia. Se habla de eso en esta nota del diario La Nación. La impulsora de la reconciliación es Cristina Fernández de Kirchner. CFK casi con seguridad será candidata a presidenta en el 2007, y quiere terminar un enfrentamiento con el que nunca estuvo muy de acuerdo.
La reconciliación en sí no me parece mala. La pelea entre el kirchnerismo y la Iglesia era gratuita e inútil. Pero no me gustaría que, para conseguir la "absolución" de la Iglesia, el gobierno les entregue el Protocolo de Cedaw Contra Todas las Formas de Discriminación de la Mujer -espero que ese sea el nombre correcto-, que la Iglesia desaprueba por considerar que abriría la puerta a la despenalización del aborto (dado que no soy jurista, no puedo opinar sobre ese punto), como ofrenda de paz. En la nota de La Nación se dice que los jerarcas de la Iglesia, si bien estarían dispuestos a hacer las paces con los Kirchner, piensan que hay una contradicción entre querer acercarse a la Iglesia e impulsar la aprobación del Protocolo. Y de ahí a pedirle al kirchnerismo que de marcha atrás con el Protocolo como prueba de sus buenas intenciones, hay solo un paso.
No me sorprendería que la Iglesia lo diera. En los '90 demostraron muy bien su doblez: si bien desaprobaban la corrupción del gobierno menemista y el aumento de los índices de pobreza producto de su política económica, nunca criticaron a Menem con demasiada dureza hasta los últimos años de su reinado. ¿Por qué? Pues porque Menem se alineó con la postura antibortista de la Iglesia en los foros internacionales. Puede decirse que el menemismo tuvo dos relaciones carnales en los '90: con EUA y con el Vaticano.
En cualquier caso, espero que el kirchnerismo no haga la misma tranza sórdida con los curas que hizo Menem.

La zona muerta, de Stephen King

La zona muerta, escrito en 1979, es uno de los primeros libros de la prolífica carrera de Stephen King. La historia comienza en 1970; el protagonista es John Smith, un profesor de Literatura que queda 4 años en coma tras un accidente automovilístico. Al despertar, descubre que tiene poderes proféticos: puede ver el futuro de las personas con tocarlas, y también puede conocer toda la historia de un objeto cualquiera al poner sus manos sobre él. Smith no busca usar sus poderes para ser un superhéroe, sino que simplemente quiere vivir una vida normal; no obstante, en varias ocasiones sus poderes se manifiestan y debe utilizarlos para ayudar a los demás. Finalmente, Smith conoce a Greg Stillson, un político populista, autoritario y conservador, candidato a diputado por un partido independiente. Y al estrechar su mano, puede ver cuál será su futuro: se convertirá -muchos años después- en presidente de los Estados Unidos y desencadenará una guerra nuclear. Después de analizar varias opciones (como difundir en la prensa datos que puedan dañar a Stillson o unirse a su partido para poder, eventualmente, disputarle el liderazgo), llega a la conclusión de que lo único que puede hacer para detenerlo es asesinarlo...
El libro es muy bueno, con un final emocionante. En cuanto al significado del título: cuando Smith despierta y discute con su médico acerca de sus nuevos poderes, el doctor le dice que los humanos usamos una pequeña parte de nuestro cerebro y que dejamos inactiva a la otra, a la que llama "la zona muerta". Y que es posible que el despertar del coma haya activado alguna sección de la zona muerta de Smith, permitiéndole "gozar" de esos poderes proféticos.
La zona muerta fue llevada al cine en 1983 por David Cronenberg, con Christopher Walken interpretando a John Smith y Martin Sheen a Greg Stillson.
Se lo puede descargar gratis -junto con muchas otras obras del autor- en ésta página.

viernes, 17 de noviembre de 2006

Kirchner y Morales Solá

A mí me ha apasionado la política desde diciembre del 2001, por lo que leo los diarios con bastante atención. Por eso, no se me escapó el tono casi conciliador del último editorial de Joaquín Morales Solá sobre la nueva política del gobierno de los Kirchner. Después del fiasco de Misiones, parece que los Kirchner se están volviendo más moderados.
Morales Solá no tiene ningún motivo para sentir aprecio por el gobierno. El mismísimo presidente lo acusó en público de haber escrito un artículo en 1978 elogiando a Videla. Morales Solá, por su parte, le hizo varias críticas, algunas justas y otras injustas. Con esos antecedentes, no habría sido raro que Morales Solá rechazara de plano la moderación kirchnerista -como han hecho, sin lugar a dudas, Jorge Lanata y Pepe Eliaschev-. Sin embargo, en este editorial parece aplaudir la nueva tendencia.